Por: Daniel Cáceres.
El periodismo —gráfico, escrito, oral— atraviesa una profunda y lamentable involución. Aquella labor noble del comunicador social, apasionada y comprometida con la verdad, comenzó a desdibujarse hace ya un par de décadas. Antes, ejercer esta profesión era sinónimo de vocación: se amaba el oficio, se ponía el cuerpo y el alma para conseguir una buena foto, redactar una nota o realizar una entrevista con respeto y profundidad.
Hoy, en cambio, pareciera que para acceder a determinados espacios hay que demostrar militancia o alinearse con una ideología política. Quien cumple con esa condición, seguramente cosechará beneficios. Pero en ese camino, se ha perdido algo esencial: la objetividad. Ya no importa el diálogo de ideas, sólo vale mi postura y no la tuya. Y punto.
Antes, uno podía ingresar a un comité o a una unidad básica con la intención de conseguir la mejor imagen posible. La ideología la llevábamos adentro, no necesitábamos exhibirla como un carnet para hacer nuestro trabajo. Hoy eso no sucede. Por eso, muchas veces, lo que se ve en la cobertura de ciertos actos es sólo una versión, una mirada parcial. El resto, simplemente, no existe.
Me resulta doloroso ver ciertas actitudes en colegas, especialmente en reporteros gráficos que —lejos de estar concentrados en su labor— se dedican a juzgar a los presentes con un micrófono o un celular en mano. En lugar de registrar, opinan. En lugar de documentar, confrontan.
Estamos atravesando momentos difíciles: hay escasez de trabajo, precarización, presiones de todo tipo. Revertir esta crisis será muy complejo. Pero aún guardo la esperanza de que podamos recuperar esa esencia del periodismo que alguna vez nos enorgulleció. En esta bendita Argentina, todavía hay quienes creemos que la verdad y la pasión por contarla siguen siendo fundamentales.